Una vida en cada página (II)

El 25 de octubre de hace 170 años Emily Dickinson envió una carta a su hermano Austin. Emily escribía desde su casa situada en un pueblo de Massachusetts. No le hizo falta emprender grandes viajes para crear toda su producción literaria. Tuvo, eso sí, una habitación propia, como la que deseaba para todas Virginia Woolf. Si Emily en sus cartas define el otoño como un tiempo de quietud con nubes frías y grises, Robert Louis Stevenson nos introduce en la bruma de Londres de finales del XIX, mientras que Dostoyevski lo hace en la niebla de San Petersburgo. En 1955, el pueblo mexicano de Comala resucitó de entre sus muertos para convertirse en el escenario casi distópico de Pedro Páramo. Hay quien dice que Macondo no hubiera existido sin Comala.
Estos son los fragmentos para esta segunda parte de Una vida en cada página. Si quieres leer la primera, puedes encontrarla aquí. Seguimos el recorrido por los personajes o paisajes que han marcado la historia de la literatura universal.
Pedro Páramo, de Juan Rulfo
Falta mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.
Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson
¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿Hallará el valor suficiente para librarse de sí mismo en el último momento? Solo Dios lo sabe. A mí no me importa. Esta es, en verdad, la hora de mi muerte, y lo que de ahora en adelante ocurra ya no me concierne a mí mismo sino a otro. Así pues, al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de este desventurado que fue Henry Jekyll.
Cartas, de Emily Dickinson
25 de octubre de 1851
Querido Austin:
Esta mañana he estado intentando precisar cuántas semanas hace que te fuiste —fracaso en los cálculos—; se me hace tan largo el tiempo transcurrido desde que regresaste a la facultad, que establezco los días como años, y las semanas como una veintena de años —al no contar el tiempo en minutos no sé qué pensar de tales discrepancias entre las horas efectivas y aquellas que parecen ser. […] Todo está tan quieto aquí, y las nubes son frías y grises —creo que pronto lloverá—; ¡Oh, estoy tan sola!
Orlando, de Virginia Woolf
Comparaba las colinas con baluartes, con el pecho de las palomas, con el anca de las terneras. Comparaba las flores con el esmalte, el césped a las alfombras turcas adelgazadas por el uso. Los árboles eran brujas decrépitas, las ovejas peñas grises. Cada cosa, en efecto, era otra cosa.
El idiota, de Fiódor Dostoyevski
Alrededor de las nueve de la mañana a fines de noviembre, durante un deshielo, el tren procedente de Varsovia se acercaba a Petersburgo a gran velocidad. Eran tales la humanidad y la bruma que a duras penas despuntaba el día; a diez pasos a un lado y otro de la vía férrea apenas se podía distinguir nada desde las ventanillas del vagón. Entre los pasajeros había algunos que volvían del extranjero: pero eran los compartimentos de tercera clase los que venían más llenos de gente, en su mayoría pequeños hombres de negocios que habían subido al tren no lejos de la capital. Como de costumbre, todos daban muestra de cansancio, con ojos soñolientos tras la jornada nocturna, todos venían yertos de frío, y sus rostros reflejaban el color pálido y amarillo de la niebla.
Por Valeria Reyes Soto