Libros que salvan vidas

La literatura es capaz de proporcionarnos evasión, pero también nos hace reflexionar.
Nos hace ponernos en otras pieles, meternos en otras cabezas. Ayuda a desarrollar la curiosidad y hasta el hambre intelectual, activando las neuronas. Aporta capacidad de expresión y de interpretación de la psicología de las personas y, a través de ellas, del mundo.
Nos permite adoptar otros puntos de vista y ser mucho más que espectadores. Pese a que Ezra Pound definía el libro como “una bola de luz en nuestra mano”, la atención que requiere la lectura no es un fuego de artificio ni una canción machaconamente pegadiza; es un descubrimiento, un viaje, una relación. Amor verdadero (aunque sea poliamor).
Leer reduce los niveles de estrés porque nos hace olvidar el tiempo que nos devora el día a día —olvidar, por unos minutos, el teléfono móvil—, nos invita a desconectar o a conectarnos con aquello que solemos dejar de lado. A disfrutar sin necesidad de otra compañía que la del libro, aunque nos encante hablar de lo que leemos.
La capacidad de empatizar con comportamientos ajenos o extraños, a priori, y de relativizar conflictos propios, de valorar la vida o al menos perderle el miedo y de mejorar la concentración, la imaginación y la memoria (individual y colectiva), es otra de las propiedades terapéuticas de la obra literaria.
Pero, sobre todo, la lectura nos concede un placer como pocas actividades, provoca que nos quedemos con la mirada perdida, los ojos vidriosos o una sonrisa en la cara al dar la vuelta a la última página; un incendio provocado en nuestra cotidianidad. Vivimos la vida de las palabras. Vivimos en los libros para saber vivir.